AVES NOCTURNAS (II)
CAPÍTulo dos
COLOSSUS
Nunca antes el hombre había caído en tan irrisoria condición, rezagado como estaba a existir en un planeta agonizante de gentes informes acosadas por la desolación, el desarraigo y la demencia. Estalló la guerra y el Tercer Mundo cayó víctima de una estratagema para cambiar el rumbo de la economía postcapitalista, enferma de nacimiento al usar el exterminio como base de una producción exacerbada fundada en el hedonismo aberrado de las masas semovientes, deslumbradas por el esplendor de la vida en el Primer Mundo, al otro lado de línea abismal que divide a Occidente en sus dos facies, una visible y próspera, otra invisible y caótica, existente sólo en la medida en la cual aquella, la línea visible, se sostiene, explotando, expoliando palmo a palmo las tierras y recursos que, desde la Reconquista de América, les pertenece. Así, las llamadas “Líneas de Amistad” firmadas en el Acuerdo de Tordesillas en el s. XVII, sin importar que hayan caducado en el papel, –esa realidad aparente–, ficción histórica que espeta la verdad en la cara de docenas de millones de seres sin más futuro que la sumisión y el castigo ininterrumpidos. La guerra comenzó en el momento en el que se enterraban los restos de un mito primitivo, el del mal llamado “Progreso Equitativo y Justicia para Todos”, para renacer de sus cenizas como una esclavitud complaciente, como una filigrana que adormeció los ojos de la oposición.
Corre el siglo XXI, tiempos en los que las adaptaciones ambientales ya no hacen parte del ciclo evolutivo de la naturaleza tanto como de la tecnología aplicada a conservarlas, condiciones mínimas de un frágil equilibrio entre sistemas ecológicos y artificiales. Prótesis de todo tipo se emplazan en los cuerpos desmembrados por la guerra y las enfermedades como la simbiosis imperfecta y atrofiada entre creador y criatura. A unos metros sobre las cabezas de los transeúntes las líneas eléctricas se despliegan ondulantes y cubiertas de una pátina ocre y macilenta tejiendo un entramado irregular en todas las direcciones. El sol en el zenit produce una intrincada retícula sobre todo dando la sensación de habitar una suerte de plano cartesiano, las caras pintadas con sombras de líneas intersectadas con ángulos agudizados según el astro transita al poniente. Las calles de la gran urbe expiden una bruma recalcitrante y tóxica desde los canales de las viejas tuberías; un vaho de las aguas lixiviadas que corroe las rejas y el asfalto desintegrando y pudriendo todo a su paso. La ciudad parecía fosilizada en el siglo XX no obstante la reificación de la energía atómica, cuando la tecnología del gran Tesla había sido sido instrumentalizada en las ciudades de las naciones del Norte Global. La ciudad de Bogotá, como todas las del Sur Global, sobrevive con la energía de hidroeléctricas sedientas y excreta sus aguas negras e iridiscentes a través de conductos y tuberías oxidadas. La mayor parte del agua es despilfarrada por las grandes fábricas en procesos obsoletos cuyo destino es una represa que no alcanza nunca a descontaminarse, una única cloaca para 28 millones de habitantes. La represa del Muña, nauseabunda y en constante ebullición, cuando las turbinas son encendidas remueven toneladas de materia orgánica depositada en su lecho, liberando oleadas de pestilencia a la atmósfera saturada de micro partículas condensadas en una llovizna ácida que cala en las rocas, fenómeno sui generis de meteorización producto del antropocentrismo. La atmósfera está teñida por la polución de tres siglos de industrialización, por eso el sol de la mañana dibuja una aurora de polución cargada de vivos tonos rojizos, haciendo de las sombras proyectadas por la materia difusas formas cobrizas.
Flux camina con su cabeza envuelta por una túnica negra que estalla como un látigo al viento. Su uniforme, desgastadas sus costuras, contrasta con la claridad del páramo bañado por la luz de la luna llena. Mientras avanza delira por el cansancio y, al cabo de unos pasos, clava su mirada en el cielo plomizo y se desploma. Al fin acalla su conciencia. Atrás quedaron miles de kilómetros recorridos y un infierno termonuclear ardiendo en el crisol del hielo antártico cuando un convoy del Ejército de la Policía Militar del Sumapaz lo encontró en una zanja cubierto de ramas atascadas con su humanidad durante el torrencial de la madrugada. En la base del Muña, al pie de la represa, la tropa formaba de cara al estandarte de las Fuerzas Armadas, izaban la bandera cuando los carros militares llegaron de la patrulla nocturna. John Flux despertó en una camilla conectado a una bolsa de suero y con ropas diferentes, una bata verde oliva y unos pantalones de lino color caqui, descalzo. Una manta cubría su cuerpo amoratado por el frío, apenas podía mover su cabeza. Percibió la pestilencia del aire y las orcadas le asfixiaron hasta toser desaforado. Tenía el estómago vacío y el hambre atenazó como un disparo en el vientre. Erguido en su camastro, divisó a través de la ventana cómo la ventizca doblaba las ramas de los eucaliptos y los pinos que rodeaban el pabellón de enfermos de la base militar. Los comandantes entraron en el recinto médico, al ver sus rostros descompuestos se dio cuenta de que su viacrucis apenas comenzaba.
A más de mil kilómetros del Muña, atravezando la cordillera oriental de Colombia y más allá de los llanos bañados por el río Orinoco, el coloso helicoidal se levantaba imponiendo su ridícula estructura futurista sobre el paisaje urbano de Caracas, adefecio eregido por un gobierno inquebrantable y recio, dominante y soberbio, un “centro de rehabilitación para los desadaptados” fachada de una máquina de expiación y tortura administrada por el brazo armado de un Estado secuestrado por una camada de déspotas atornillados al poder.
Hordas de personas se despliegan en las calles como un flujo dinámico de partículas diminutas, cada una haciendo parte del todo en una megápolis emplazada en la tierra semiárida, donde la vegetación carbonizada forma costras en el firmamento. El presidio funciona como un dispositivo de castigo generalizado al servicio del amo totalitario y absoluto encumbrado en la cúpula invisible del poder. Los ejes de la sociedad tecnológica se implantan sobre la psiquis humana y allí encuentra, no sin resistencia, su formidable bastión la dictadura cruel e impía al mando de un entidad incorpórea, holográfica, tal como un espejismo en el desierto, observable a la distancia; coloso inclemente que, no obstante la atrocidad y la impudicia de los métodos usados, manipula con el beneplácito de los aliados de la ultraderecha belicosa y beligerante cada acto de sus vidas prefabricadas, inoculando la alienación y la conformidad, imponiendo el ciclo del hombre vegetativo, domeñado su instinto de lucha, como el perro que a pesar de los maltratos, es manso con su amo, pero agresivo con el extraño.
Una noche sin luna cae sobre la ciudad como un manto que cubre el rostro lívido de un muerto. Las luces son apagadas instantáneamente a las veintiuna horas según la orden establecida para el racionamiento de energía. A esta hora se encienden los reflectores del helicoide para hacerse inconfundible en la inmesidad del valle; cada habitante reconociendo el centro de la estructura que les guía, para atraerlos hacia sí; en principio, para corregir sus vicios, pero, a la larga, un dispositivo de desaparición, tortura y muerte. En la sala de espera del dispensario de la base del Muña un televisor de alta gama mostraba las últimas noticias. Al estallido civil propiciado desde las facciones subversivas en Venezuela le seguía la represión más mortífera con gases lacrimógenos y disparos de perdigones con carga tóxica.
– Flechas envenenadas– pronunció por fin Flux apenas entreabriendo los labios partidos por la resequedad. Ello le recordó los campos de exterminio de la Alemania Nazi, en específico, rememoró Auschwitz, donde las cámaras de gas estaban rodeadas por jardines de tulipanes y bromelias, … –!para hacerles creer que aquello se trataba de una ducha colectiva!. Llegaron los comerciales y desvió la vista hacia la ventana. Un ave negra parecía que le miraba desde la copa de un arbol, agitando sus alas, avisando la llegada de un nuevo holocausto, esta vez, el del pueblo llano. – No aprendimos la lección, … y ahora la muerte campea en toda la región, una constricción cual serpiente amazónica.
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ANNE-5
Sus extremidades inferiores volaron cuando “las trazadoras” emplazadas en los lugares altos abrieron fuego contra la población inerme. Reconstruyeron sus miembros inferiores y abolieron sus recuerdos, hicieron tabula rasa a su universo pretérito, transformaron su mente en un silencioso juguete secreto que merodea en busca del centelleo perpetuo de los ataques subversivos, registrando el flujo de información a través de sentidos condicionados por deseos ajenos. Capaz de almacenar bloques de datos en el espacio virtual, en la tecno-esfera custodiada por barreras antivirales programadas para reconocer el trazo dejado por el rompimiento de código. Los militares advirtieron una inusitada resistencia al trauma causado, así mismo, científicos cibernéticos advirtieron una inesperada capacidad para incorporar a su mente el algoritmo tras el injerto neutrónico hecho en su neocórtex, pues, más que adaptarlo, éste muta y es asimilado, lo incorpora creando una barrera de fuego digital que le blinda de ciberataques.
Durante el toque de queda en Caracas nadie excepto el cuerpo de gendarmes de la Policía Metropolitana camina las calles y dispone de luz para ejercer el control sobre los civiles. Una ágil sombra se escurre entre pasajes rebosantes de escombros, entre basura y cadáveres amontonados en las aceras. La pequeña corre espantada por los callejones del centro de la ciudad; ágil, sus piernas tienen la potencia de un atleta de alto rendimiento; los charcos se vacían al pisar de sus pies descalzos; la biomecanoide maniobra su cuerpo con absoluta armonía, esquivando los obstáculos que intercepta en su camino ayudada por los reflectores de los gendarmes de la Policía Metropolitana. Como una gacela de la selva, se interna entre el apiñamiento de tugurios y tiendas de campaña cubiertas de plásticos deleznables.
En un instante interceptaron las miradas, habiendo John escapado de sus captores, cruzó la frontera y se internó en Venezuela. Vio sus pupilas dilatadas sobre amarillo pardo unos ojos semejantes a los de los mamíferos depredadores de la estepa argentina, salvajes, ojos llameantes entre la penumbra. Su cabello y todo su cuerpo infantil lo llevaba envuelto por una túnica oscura que cae por encima de sus tobillos, cuya textura advirtió mecanizada, … – Una obra perfecta de la Ingeniería Cibernética.
En una cámara Gesell iluminada por una luz mortecina se halla Flux inconsciente, desplomado sobre una silla metálica atornillada al piso de mortero. Le han amarrado con correas por las muñecas; tiene el rostro cubierto de sangre, lo que le da el aspecto de un animal al que se le ha sujetado por protección. Se observa en él un aire violento que le recubre cualquier hálito de humanidad en aquel hinchado pellejo. Al despertar de la golpiza apenas puede abrir sus ojos, inyectados en sangre y de su boca se escapa una baba espesa que cae sobre su cazadora, vuelve en sí mientras al otro lado del vidrio un hombre de camisa se balancea sobre sus zapatos charolados mientras le compara con el reporte escrito que le han dejado sobre el escritorio. Encabeza su alias, John Flux, pero cotejados sus datos biométricos, dieron con su verdadera identidad. Un ex comando del Ejército de Infantería, quien, no obstante la insistencia de sus superiores, no hizo la carrera de oficial, prefiriendo permanecer como un soldado regular. Después de muchas idas y venidas, su mística había decaído a niveles de repudio al confirmar la doble faz de los mandos superiores, no aceptando que su pellejo quedara expuesto por una causa que no fuera la conservación de la paz. – ¡Paz!
– Su prontuario–, dijo uno de los oficiales al otro lado del espejo, empezaba con atentados a las embajadas de su país en el exterior, –un maleante sin remedio–, que, ahora que lo tienen en sus manos, es acusado de conspiración, traición y terrorismo en los tribunales de guerra. Continuó el oficial leyendo en voz alta: – condenado a cadena perpetua, o, en caso de aceptar una amnistía, a expirar sus actos en labores de inteligencia contra las C-SAF. De realizar las operaciones pertinentes infiltrado en sus filas conseguirá su libertad plena al cabo de unos años, dependiendo, por supuesto, de su comportamiento. Firma el Mayor X, Comandante del Helicoide.
Con los paneles de las ventanas cerrados para evitar que el sol de la mañana inunde el gran espacio abovedado de la gran oficina, el Comandante X permanece inmóvil ante las secuencias de imágenes que transcurren frente a él. Su uniforme atalajado luce las resplandecientes insignias que le otorgan un alto grado en las Fuerzas del Estado, dividido en armas, la suya, el Arma Penitenciaria. Un hombre de manos cicatrizadas y de piel reconstruida a partir de injertos aun sin sanar por completo. Sus ojos envueltos en sombras no dejan ver el alma infranqueable que adentro de su pellejo desfigurado se esconde; tan solo el reflejo de la pantalla permite avisar en él algún rastro de alegría. Observa en uno de los cuadrantes el cuerpo inmóvil, a la izquierda, el cuarto contiguo en donde el funcionario dirige la operación intimidatoria, los otros recuadros son tomas de primeros planos dirigidos a escrutar los movimientos del detenido, de frente y perfil. Oprime con parsimonia el intercomunicador. El funcionario dirige su mirada hacia la cámara y asiente.
A su lado se encuentra una mujer blanca, con el cabello negro y corto. Su cuerpo elegante es entallado en la cintura por un traje de sastre que le recubre su figura delineada. Ella sale del cuarto de control mientras el Comandante X la observa entrar a la sala de interrogatorios y cerrar la puerta a sus espaldas. Se sienta, Flux abre sus ojos hasta que logra interceptar los de ella, – negros como la turba, pensó, clavados en él cual agujas a través en su piel trémula. - Melissa Brown está comunicada a través de un audífono a la sala de control a la espera de instrucciones. Escucha sin pestañear sostieniendo una botella con agua mientras un gendarme conecta una serie de sensores al cuerpo, sobre las sienes y el pecho de Flux, quien la mira desde el otro lado de la mesa y se inclina hacia ella. Su mirada recorre su cuerpo, deteniéndose por un momento en el busto oculto por el encaje de algodón y luego directo a sus ojos, cambiando de nuevo su expresión al total indiferencia. Del otro lado del espejo el funcionario hace anotaciones, el aparato no registra señal de sobreactividad vascular.
La mujer le enseña una serie de fotografías desde su dispositivo personal, en donde aparece hablando al frente de 20 uniformados de las filas guerrilleras, – todo un retórico de “La Revolución” impartiendo su doctrina de ultraizquierda en medio de la jungla montañosa de las Sierra de la Macarena. Le mostró evidencias de ser el actor intelectual y material de los atentados contra las embajadas. La mujer arroja sobre la mesa la fotografía de una niña de 5 años, abrazada a él, todos sonrientes, pero Flux no reacciona. Durante unos segundos la sala queda en silencio, solo se escucha el sonido del flujo de electrones viajando a través de los tubos de las lámparas halógenas. La quietud invade los monitores de la sala de control. Se oye de nuevo la voz cacofónica a través de los auriculares de la señorita Brown…
Entre las inmensas dunas del desierto gélido de sur América, en las estepas de la Patagonia, corren aún los perros salvajes y el proscripto huye de la guerra para refugiarse en la lejanas cuevas de basalto, para hallarse en medio de la soledad, aislado de las barreras y los cercos militares, llegando hasta los lugares más deshabitados y así vivir y poder morir riendo.
A altas horas de la noche una aseadora de la penitenciaría limpia los rastros de sangre de la cámara. Restriega los coágulos de sangre con dificultad. La mujer se dispone a asear el vidrio y, antes de que desaparezca, logra leer escrito en el espejo de la sala de interrogatorios y confundido entre las manchas…
– He venido a doblegarles.
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