AVES NOCTURNAS (I)
CAPÍTULO UNO
MENSAJE ESPECIAL PARA UN PROSCRIPTO
Llegó una noche de tempestad y, de ella, sólo encontró el cuerpo tumefacto hundido en el colchón de una cama desbaratada. Arrancados sus vestidos, quedaban algunas hilachas enredadas en su cuello, fue sometida a los instintos sublevados de los infantes de marina; el solaz de su piel profanada con la sevicia de mil manos sedientas de lujuria, todavía la fragancia de su cuerpo flotaba en la casa impregnado en mantas y cortinas, en las prendas que veía arrojadas por doquier, un delicado hilo entre el olor a putrefacción. Nada había quedado en su lugar; los armarios fueron vaciados, los cajones y alacenas destrozados; las pinturas fueron arrancadas de sus marcos, las fotografías fueron arrancadas de sus álbumes… Surgió en su interior la certeza de que, escenario tan desolador, no podía ser otra cosa que un “mensaje”, uno que, de forma ineluctable, le destruiría por dentro, sería una bomba nuclear estallando en su pecho.
Buscó con desesperación el cuerpo de la niña un kilómetro alrededor de la casa hasta que la oscuridad de la noche le impidió distinguir los contornos de los objetos y las sombras acapararon su visión. Apiló cuanto había y prendió fuego, cual sacrificio de expiación. De la niña, aparte de las muñecas rotas, sólo encontró un par de zapatos ennegrecidos por una película de sangre seca. John, indeciso, sin poder atinar en lo que en su interior caldeaba, reprimió el llanto y esperó la aurora para sepultar el cuerpo de la mujer en lo alto del acantilado. Cavó una tumba profunda clamando al cielo justicia, y, a los hombres, el enjuiciamiento y la pena por este crimen de guerra, o si ésta, Justicia, por su lento andar, se hace dócil para con los perpetradores, –¡venganza! Clavó una cruz improvisada con dos maderos, que, tan pronto los juntó, le recordaron el escudo de la Inquisición Española, le hizo un racimo de flores silvestres imitando el que había puesto ella en la mesa y oró en silencio, acompasado con el cantar del viento.
Abajo, olas furiosas chocaban arrojando espumarajos blancos como un perro con rabia; aguzó su oído al aullido del viento a través de las concavidades del basalto; silbidos de diferente altura entremezclados como el canto de una deidad, como una atronadora conjunción de voces. Era una de esas tormentas precámbricas en las que las embarcaciones peligran de chocar contra los farallones que, como efigies estilizadas por el tiempo geológico, custodian la costa del Cabo de Hornos. El huracán desatado en su pecho bramó al unísono del canto del dios, haciendo que sus pensamientos chocasen contra los acantilados de su alma yerma, derramando hiel sobre la abrupta piedra.
Recogía sus pasos, ya quedos por el cansancio, cuando su impermeable se elevó arrancado por el viento, como un cuervo que alza su vuelo negro hacia la profundidad de la noche; aquel pájaro traicionero que se alimenta de los ojos de aquellos que nutrieron su confianza, ave nocturna que lo acompaña remontando el antiguo camino prehispánico, atravesando la selva Amazónica hasta Colombia. John Flux arrancó las insignias de su americana y afirmó el paso para internarse en las estepas argentinas, incardinado al norte, hacia las latitudes donde acampan, con el único fin de batirse con aquellos, los emisores del funesto mensaje. Distinciones éstas que le dan el rango de comandante de la C-SAF, puesto al frente de un grupo de excombatientes del régimen fascista de Argentina: un faro con su haz de luz, custodiado por dos rifles de asalto cruzados, luz cuyo barrido da paso a las sigla que define a la Coordinadora Subversiva Antifascista del Antártico, encargada de controlar el acceso y la explotación de los yacimientos de tierras raras, oro, platino y plutonio, entre otras fuentes de energía necesarias, sino vitales, para todos y cada uno de los actores de la guerra, la conflagración bélica más grande desde que la Humanidad tiene memoria por el alcance y capacidad de destrucción de las armas, de la artillería, de los aviones de caza.
La antigua tierra Mapuche se desplegó ante su vista, indómita y silenciosa. Millas exasperantes de verdes estepas limitadas a lo lejos por altas paredes de basalto y coronadas por una vegetación antediluviana. Sus ojos se acostumbraron a la imagen difusa del páramo, a la cortina de llovizna, a las noches iluminadas por auroras boreales que se hacían menos intensas a medida que avanzaba hacia tierras tropicales. Realizó su interminable carrera sin detenerse más que para pernoctar, dejando atrás el ideal de vivir sus últimos días con dignidad. Pero no, sus pasos lo condujeron sin remedio a vivir de la carcoma y a beber inebriantes tragos de amargura que lo sumían en la desolación más profunda. Su rostro inexpresivo, afásico, como una máscara larval, dejando asomar una luz trémula detrás de sus pupilas, cuyo fuego es extinguido por lágrimas que, al no poder asomar en su rostro de piedra, corren hacia el interior formando torrentes que pronto anegan su alma, ya cansada de gestas carentes de sentido, ya depuestas las armas con las que combatió por sus principios. Su frente estaba atravesada por arrugas cuales trincheras que le daban un aspecto circunspecto, casi trágico. John Flux, cicatrizadas las heridas infligidas por sus incontables enemigos, púgiles tanto mentales como físicos, vaticinó que moriría tal como deben morir los guerreros; su deber es morir en el campo de batalla, y no como aquel hombre satisfecho de sí mismo que se ha retirado a la afable vida en familia. No, para él no había algo diferente a la fricción producida por el contacto con la superficie áspera de la realidad objetiva, dura y sin más facetas que la lucha, por lo demás ahistórica, y, sin embargo, Flux no espoleó sus armas movido sólo por su parte del botín, aquella mística patriota encarnada no desapareció a pesar del complot que fraguaron en su contra.
El orden mundial colapsaba luego de que se rompiera el frágil equilibrio geopolítico entre naciones administradas por funcionarios lacayos de las organizaciones criminales que controlan el tráfico de drogas, sumiendo a las sociedades más opulentas en una emergencia sanitaria, una epidemia de narcóticos y variaciones de la pasta de coca que roba la sensatez y la cordura, drogas sintéticas como el fentanilo, las metanfetaminas, con un alto potencial adictivo, que los hace inicuos para ejercer cualquier tipo de control sobre sus propias vidas. La brecha entre las clases privilegiadas y las masas dejó un interregno de miseria para las clases medias trabajadoras.
Polarizados los países entre las alas capitalista y comunista, los medios de lucha se exacerbaron, las sociedades declararon su unilateralidad y sus dirigentes cumplieron los mandatos ominosos al pie de sus discursos procaces, en función y en virtud del control de contexto discursivo a través de los medios masivos de comunicación. Los ejércitos regulares, enfrascados en sus grandes planes de dominio, se hacían obsoletos cuando de tomar el control de zonas inhóspitas se trataba. Tal como ocurrió en la guerra del Vietnam, sería el combate entre las guerrillas lo que prevalecerá como común denominador de las contiendas bélicas entre naciones antagónicas, la llamada “guerra asimétrica” o “no convencional”. Nacieron como las malezas después de un incendio grupos de disidencias armadas bajo el estandarte de la Guerra de Revolución, nacidas del nervio del pueblo, por décadas oprimido, explotado y consumido por el atraso y el mecenazgo, la corrupción y el nepotismo. Es el mundo tripartito, un mundo telúrico, blasfemo.
Corría el año 2024 y el régimen tiránico de Venezuela había rebasado las cotas de represión. No se trataba de la distancia política entre los dirigentes y sus medidas despóticas de control sobre sus pueblos, sino de la violencia rampante, la ejecución extrajudicial de la población, la proliferación de armas de destrucción masiva en el hemisferio occidental y la hecatombe mundial. Estados Unidos, bien agotadas las vías burocráticas, se lanzó a una intervención militar, desplegando su abanico de baterías y movilizando sus tropas, recién llegada de desocupar Afganistán.
Las huestes militares venezolanas desplegaron su armamento en tierra, mar y aire, creando un cerco a lo largo de la extensa costa atlántica, pero, además, en el ciberespacio. Internet sería el primer objetivo geoestratégico en respuesta a tal “acto de guerra”. La vigilancia estatal terminó permeando las vidas de las personas en su más profunda intimidad, en la flagrancia privada del día a día. Tras la declaración de una guerra abierta y directa entre naciones en conflicto aliadas de las partes. Los ataques iniciaron, en un primer momento, en un frente digital coadyuvado por las nuevas tecnologías de base algorítmica: Inteligencia Artificial y sistemas automáticos de predicción de eventos. A la guerra directa, pues, le subyace una guerra indirecta, la guerra asimétrica sería el segundo frente antes de que escalase la confrontación a la altura vertiginosa de una guerra directa, masiva y total en la que no hay vencedor.
John Flux era el nombre de pila de un hombre sin rostro, capaz de introducirse en las más desafiantes estructuras, lícitas e ilegales, militares y subversivas. Su corazón disoluto le dijo un día que pelearía para el mejor postor, siendo unos y otros, aliados en medio de las crisis, consortes al servicio de un mismo fin obvio, que salta a la vista, la continuidad y la escalada del autoritarismo global, zurdo y diestro, irrigado de arriba hacia abajo, en las capas más bajas de las sociedades. Democracia, Socialismo e, incluso, Capitalismo, eran conceptos hueros, útiles sólo para los perpetradores de los crímenes, las mentes detrás del genocidio. El primer ciberataque se produjo para ser saboteadas las contiendas electorales de cada uno de los países, en teoría, sólo en teoría, democráticos; así sólo en teoría republicanos, en todo caso y siempre, ambas facies “progresistas”.
Las hazañas de Flux han sido muchas en el contexto de las guerras que asolaron el hemisferio. Experto en técnicas de infiltración y sabotaje, con gran apetito y facilidad para las comunicaciones; conocedor profundo de las doctrinas alienantes y castradoras de la voluntad colectiva, su ideario político y social no engranan con las agendas económicas represivas de las élites ultra-estatales, su conciencia estriba entre la luz y la oscuridad, como aquel faro que ilumina cortando las sombras con su potente rayo los acantilados donde reposa el cuerpo de Dolores.
Capoteando las olas que el mar de desolación arrojaba con el ímpetu de un Kraken, el mercenario caminaba al paso de las caravanas de desplazados que a su paso encontraba, sumido en su propia introspección, no había recodo por el que girara en el que no rezumase en su mente los rostros de las féminas que no pudo librar de la muerte. Una convicción irremediable, religiosa, gaseosa cuando no metafísica. Dios no habló más a los hombres, desde tiempos patriarcales apagó su voz y nos observa, impertérrito, desde su altura, “sentado sobre querubines”; Sus ojos no se apartan del solaz de sus criaturas, necias, obtusas, “de dura cerviz”, por lo tanto, sus cartas estaban echadas y su mano, – qué más da–, no fue la mejor. La exacerbación del terrorismo de Estado se volcó hacia las calles decantando una guerra civil que desangraba a todas y cada una de las naciones vinculadas al eje del mal. Sin embargo, ¿contra quién luchar sino contra sí mismo, vencer la malevolencia interna, aquella consabida vanagloria, aquel orgullo trastocado de altivez por los cuales rechina los dientes?
– A donde dirijas la vista sólo verás muerte y destrucción. Le dijo una anciana que recogía leña en la falda de una colina erosionada. – Acaso no sabes que hemos colmado la paciencia de Dios? Deja de buscar, lo que sea busques en esa dirección, y vuelve sobre tus pasos a buscar tu paz.
– ¡Paz!
No pudo pronunciar más, de su boca no surgieron más palabras, todo su lenguaje tornó hacia el diálogo interno con su contraparte yoica. Su voz, como la de Dios, silenció hasta que una nueva era despierte del sueño vagamundo la razón y el entendimiento. Continuó su camino, no sin antes volver la mirada y contemplar la idea de volver al Cabo de Hornos y abandonarse a la impía apatía para con los seres humanos, para con la mezquina especie bípeda que trasiega por la Tierra devorando con sus fauces todos los recursos naturales. Algo más que su tranquilidad columbraba en su consciencia, algo que no era su “paz”. Las estepas habían quedado atrás, y el clima del desierto le vino mejor que el frío glaciar. Los colores cálidos apaciguaban al hombre inerme, como quien bebe un trago de brandy padeciendo de hipotermia, pensó, divagando su mente como una balsa abandonada y sin amarras. Escamas en su alma, un batracio del Pleistoceno, una lamprea del universo, no había lugar para él en la Creación, por eso su papel, su rol, es de ser una infección, cuando no una ameba, – ello me va mejor–, tanteando con mis pseudópodos la realidad esquiva, cuasi quimérica, que aparece, tan absoluta y vacía al mismo tiempo, tan sin tiempo. Dejó sus pensamientos guiarse por la veleta al viento que es la razón que lo guía.
El desierto de Atacama, en Chile, el delirio de su belleza implacable insufló ánimo en su espíritu. Montañas meteorizadas luciendo sus formas sinuosas y volátiles a la mirada bajo el sol poniente, las grietas en la tierra reseca, las oleadas de arena y polvo, el recio ulular de los árboles resecos y el silencio, sobre todo el silencio, le concedieron un respiro, una comarca en la cual reposar sus hombros del peso de la vida. No obstante, y, a pesar del peso insoportable de las circunstancias, Flux siente que ama la vida, que ama a Dios, al Dios de los Ejércitos que le ha dado destreza empuñando las armas. Sus brazos estaban entrenados para el combate, su olfato, su gusto, su instinto mismo, era una maquinaria de percepción perfectamente lubricada.
No llevaba arma alguna consigo, antes bien, mascullaba en su cabeza, usaría sus manos y todo su cuerpo para arrancar las vísceras a sus oponentes. Tendrían estos que vencer, más que su fuerza muscular, su fuerza de voluntad, pulimentada en los yunques en los que la guerra da forma a sus valientes. Antes portaba su Prieto Beretta 380, una daga y un puñal, un fusil de asalto de fabricación israelí con el que había acometido durante todas sus expediciones. Su alma, henchida de Dios, le daba la potencia, el vigor y la cordura para dar cumplimiento a su misión, ahora tan personal e imprescindible, de vengar la traición, la mortandad, la sinrazón, simple y llanamente, de hacer algo contra la irracionalidad y la barbarie que consumieron sus días. – ¡Hay que acabar con esta farsa de una puta vez! –, es todo lo que decía de dientes para afuera, y continuaba su trayecto, viendo cómo el mundo de arena y polvo se transformaba en un exuberante manto de selva virgen.
∞